jueves, 28 de abril de 2011

Velázquez, Las Meninas, la Familia de Felipe IV o Alegoría de la pintura, 1656






Las Meninas constituye sin ninguna duda una de las obras más fascinantes de la Historia de la pintura. Más allá de sus valores plásticos, que como veremos vuelven a demostrar el talento de su autor, cobra en ella una especial importancia la complejidad de su estructura, que hace difícil como pocas veces su completa interpretación. En realidad puede decirse que en este lienzo se superponen varios cuadros en uno solo. Por una parte asistimos al retrato espontáneo y lleno de frescura de la Infanta Margarita, la hija de los reyes, que centra el cuadro con su luminosidad y su gracia, perfectamente enmarcada además entre las dos meninas o servidoras, cuyo nombre en portugués acuñó con los siglos el título popular del cuadro. Por otro lado, podría pensarse igualmente que se trata de un retrato real, si observamos el espejo del fondo donde aparacen reflejados los reyes, Felipe IV y su esposa Mariana de Austria, que dada su situación se supone que se encontrarían delante del pintor, de hecho el cuadro en origen se titulaba La Familia.
Pero realmente, el cuadro constituye por encima de todo un homenaje al oficio del pintor. Y no sólo porque también se trata del autorretrato del artista, sino porque además, el entorno en el que aparecen todos los personajes no es el habitual de un retrato regio, con su boato y su postín, sino el propio taller del artista, en el que él aparece trabajando. Los cuadros del fondo, hoy visibles después de la limpieza de la pintura, completan la clave de esta última interpretación, porque en ellos aparecen Minerva y Aracné en uno de ellos, y Apolo y Pan en el otro. Se trata en realidad de dos pinturas que hacen alusión a dos copias hechas por el yerno del pintor, Juan Bautista del Mazo, de dos cuadros, uno de Rubens (el de Minerva y Aracné) y otro de Jordaens (el de Apolo y Pan), temas ambos referentes de un mismo principio: la superioridad de las artes sobre el trabajo artesanal. Velázquez, inmerso, como tantos otros artistas de la época, en defender el prestigio del pintor como un verdadero artista y no un simple artesano, convierte de esta forma su obra en un emblema de esa lucha y de esa reivindicación de los pintores. Posteriormente, Las meninas se consagrarían como en un símbolo de su victoria, cuando ya fallecido Velázquez, se le pinte sobre la pechera de su autorretrato la cruz de Santiago, otorgada por el rey a su valía, y que elevaba a la categoría de noble a un pintor por el hecho de serlo.
Podría pensarse que con lo dicho se completaba de sobra la compleja interpretación de la obra. Pero faltaría un ingrediente. Hay dos hechos significativos que no puden pasarse por alto: que el pintor está representado pintando, y que el caballete lo vemos por detrás. Ello quiere decir que no sabemos, porque no se ve, qué está pintando Velázquez, aunque lo que sí sabemos es a quién está mirando. Podría pensarse que a los reyes, porque se reflejan en el espejo, pero ciertamente la mirada del pintor se dirije directamente al espectador. A ese espectador que a los largo de los siglos se ha quedado mirando embelesado el cuadro de Velázquez y que por supuesto también es parte de la obra. Pocas veces como en esta pintura el espectador adquiere el protagonismo que siempre tiene en la consecución final de la obra artística, porque pocas veces como en este cuadro el pintor lo implica tan directamente, no sólo con su mirada que apunta directamente a nosotros, no sólo por la posición que tiene respecto al caballete y el bastidor, sino porque sin su presencia no habría pintura, ni habría pintor, porque faltaría la mirada del único que podría entender cuál era el deseo, el empeño y el objetivo de Velázquez en este cuadro. En una palabra, faltaría la mirada inteligente, que es la que da vida al arte y que sólo posee la mirada del observador. Todo ello nos emociona más si cabe al contemplar la pintura, porque nos sentimos protagonistas excepcionales de una obra excepcional, y además, en igualdad de condiciones que todas esas otras miles, millones de personas que han sentido lo mismo delante del cuadro a lo largo de los siglos. De hecho, durante muchos años Las Meninas se contemplaba en el Prado con otro espejo colgado ante él, en el que se veía de esta forma como una parte más del lienzo a los espectadores que se hallaban delante contemplándolo.
Por todo ello, Las Meninas es más que un cuadro. Es el símbolo de toda la Historia del arte, porque es tanto un homenaje a la pintura en su grandeza, como al espectador que mira y hace más grande aún la obra en su mirada.
En cuanto a los personajes que deambulan por el taller de Velázquez, están todos perfectamente identificados: aparte de los ya mencionados, los reyes, la infanta Margarita y el propio pintor, se reconocen también a las dos meninas que secundan a la infanta, Mª Agustina Sarmiento, que arrodillándose (como es preceptivo) le ofrece un alimento, y a la derecha Isabel de Velasco. Junto a ella se encuentra la enana macrocéfala Maribárbola y el niño Nicolás de Portosanto. Tras las meninas y en la penumbra, un guardadamas, tal vez Diego Ruiz de Azcona, aunque no queda perfectamente visible y por ello no es del todo segura su identificación y a su lado, la guardadamas, Marcela de Ulloa. Al fondo, contra el marco de la puerta se entrevé a J. Nieto Velázquez, aposentador de la reina y que a pesar de la coincidencia en el apellido no era pariente del pintor.
Pero de momento sólo hemos atendido al valor iconográfico del cuadro, desde el punto de vista plástico Las Meninas es igualmente extraordinario. El cuadro es en primer término una maravilla de luz y de color. La luz, convierte el lienzo en una obra maestra de perspectiva aérea, en la que por otra parte tampoco falta una disposición de perspetiva lineal. Luz, que procede de dos focos: uno lateral desde las ventanas, y otro el foco abierto de la puerta del fondo, que crea profundidad y complementa la luz lateral, alegrando el conjunto de la escena y remarcando además la mencionada perspectiva aérea, con osado atrevimiento tratándose de un interior.
Técnicamente Velázquez alcanza en esta obra su magisterio definitivo. Especialmente el dominio de un pincel que recorre la tela con absoluta libertad, en un trazo discontinuo y abierto, lleno de espontaneidad y viveza, y que se aventura como nunca a construir las formas, los detalles, las texturas, incluso los rasgos de expresión, a base directamente de la mancha gruesa y vibrante de color. El resultado es de una espléndida luminosidad, que impacta en los ojos del observador con toda la fuerza de su expresividad y naturalismo. No es de extrañar que ese mismo efecto, producido sobre la mirada de E. Manet, le abriera los ojos sobre lo que él mismo deseaba que fuera la pintura y que acabaría desembocando en el movimiento impresionista doscientos años después.
Compositivamente el cuadro es puro barroco: dos escorzos en primer plano que centran la escena principal; dos diagonales en V que tiene como centro a la infanta y parten directamente hacia las cabezas de Isabel de Velasco una y del popio pintor la otra; y un doble juego de estructuras abiertas y cerradas con las que dinamizar la escena: las diagonales citadas la abren por un lado, pero la posición de las meninas en dos curvas contrapuestas que parecen acoger entre ellas a la infanta, como si se trata de un paréntesis, cierran en esta parte la composición.
Parece mentira que una escena tan simple en apariencia, resulte una obra tan compleja, tanto desde el punto de vista de su interpretación como de su riqueza formal. Pero esa es la grandeza del arte, que su magia nos hace bailar entre el misterio y la verdad.

Velázquez, la rendición de Breda o Las lanzas





Velázquez, como pintor barroco que es, está influenciado por las características de ese estilo que vimos en la Sala anterior. Sobre todo por la luz, esa luz contrastada, tenebrista la llamamos, que había introducido Caravaggio en la pintura, y que también influirá en Velázquez. Sobre todo en sus primeros cuadros, porque luego se impondrá poco a poco una luminosidad más radiante y alegre que es bastante habitual en la pintura española.

Otra característica de la pintura barroca que influye en Velázquez será el tipo de trazo y pincelada. Se impone a partir de Rembrandt, al que también vimos en la Sala anterior, una técnica que llamamos de mancha, en la que la pincelada no sigue la línea precisa y delgada del dibujo, sino que por el contrario se llena de color y recrea las imágenes a base de trazos mucho más espontáneos y libres. El resultado es una pintura mucho más expresiva y más rotunda que resulta más vistosa al espectador.

Otra característica que ya vimos en el cuadro ya estudiado de esta misma Sala es el color, que especialmente en Velázquez adquiere un protagonismo siempre muy atractivo. Por último, en la pintura Barroca se insiste en el estudio de la perspectiva como un recurso principal en la construcción del cuadro.

El que contemplamos ahora es precisamente un perfecto ejemplo de estudio de perspectiva. Aunque no es su único elemento a comentar. Habría que empezar por el tema del cuadro, que introduce un nuevo género en la obra de Velázquez: la pintura de historia. Porque efectivamente el cuadro es el testimonio de un suceso histórico real, que aconteció en el contexto general de la Guerra de los Treinta años, que asoló Europa entre 1618 y 1648 y en la que tuvo una participación activa la Corona española. En concreto reproduce el cuadro uno de las pocas batallas que lograron ganar los españoles, la que supuso la rendición de la ciudad holandesa de Breda. Y de ahí el gesto educado y ceremonioso del gobernador de la ciudad, el holandés Justino de Nassau, que entrega las llaves de Breda al general español Ambrosio Spínola.

Pero ya hemos dicho que el valor fundamental de la obra estaba en la solución de la sensación de profundidad o perspectiva que es capaz de producir en el espectador. Velázquez en esta obra y a través de distintos recursos es capaz de recrear varios planos de profundidad: Hay un primer plano marcado por la posición a cada lado de la obra de dos figuras que parece que estén a punto de salirse del cuadro, las dos de espaldas y situadas en ángulo, en línea hacia el interior del lienzo, en una postura un poco forzada que denominamos escorzo. Ambas establecen lo que llamaríamos un primerísimo plano.

Detrás y en el centro del cuadro y de la composición aparecen los dos protagonistas de la escena, Nassau y Spínola, que de esta forma configuran el segundo plano de perspectiva. Los dos están tratados con detallismo y minuciosidad, como si la pincelada de Velázquez fuera en esta zona del cuadro mucho más precisa y nítida de lo habitual en su técnica de mancha, que ya hemos comentado antes.

Pero para que quede claro que ambos personajes están delante del resto de los solados que completan el cuadro, los holandeses a la izquierda y los españoles a la derecha, a partir de esa zona cambia la técnica de su pintura y observamos que a todos ellos los pinta de una forma mucho más difusa y menos detallada, acentuando la técnica de mancha ya citada. La sensación que nos da es que efectivamente se van alejando de nuestra vista y por eso los vemos con menor concreción. Ha elaborado así un tercer plano de perspectiva

Pero no contento con todos estos recursos y con haber completado ya tres planos de profundidad, Velázquez añade una frontera entre el grupo de los soldados y la escena que hemos comentado y el campo de batalla que se halla al fondo, en el que la ciudad se ve envuelta en los humos del bombardeo. Para ello pinta una barrera visual formada por las lanzas de los soldados españoles, que tienen tal protagonismo en la obra que hasta le han otorgado el título popular al cuadro. Detrás de las lanzas se aprecia el paisaje del fondo, el mencionado campo de batalla, mucho más difuminado, borroso casi diríamos, y envuelto en un doble tono blanco y azul, el color del aire cuando se acumula en el horizonte, lo cual reproduce así perfectamente la lejanía en la que se pierde nuestra mirada al contemplar el fondo del cuadro.

Nadie había llegado tan lejos ni con tantos recursos y soluciones en la representación de la perspectiva en la pintura. Por ello el cuadro es técnicamente perfecto, a lo que habría que añadir su maestría en la representación de las texturas de los diferentes objetos, la reproducción de los detalles, la armonía de los colores, y sobre todo el toque humano que le otorga a todos sus retratos y que queda claro en este caso en la actitud serena y conciliadora que asumen los dos protagonistas.

Velázquez ya hemos comentado que es un pintor barroco. Por ello está influenciado por las características de ese estilo que vimos en la Sala anterior. Sobre todo por la luz, esa luz contrastada, tenebrista la llamamos, que había introducido Caravaggio en la pintura, y que también influirá en Velázquez. Sobre todo en sus primeros cuadros, porque luego se impondrá poco a poco una luminosidad más radiante y alegre que es bastante habitual en la pintura española.

Otra característica de la pintura barroca que influye en Velázquez será el tipo de trazo y pincelada. Se impone a partir de Rembrandt, al que también vimos en la Sala anterior, una técnica que llamamos de mancha, en la que la pincelada no sigue la línea precisa y delgada del dibujo, sino que por el contrario se llena de color y recrea las imágenes a base de trazos mucho más espontáneos y libres. El resultado es una pintura mucho más expresiva y más rotunda que resulta más vistosa al espectador.

Otra característica que ya vimos en el cuadro ya estudiado de esta misma Sala es el color, que especialmente en Velázquez adquiere un protagonismo siempre muy atractivo. Por último, en la pintura Barroca se insiste en el estudio de la perspectiva como un recurso principal en la construcción del cuadro.

El que contemplamos ahora es precisamente un perfecto ejemplo de estudio de perspectiva. Aunque no es su único elemento a comentar. Habría que empezar por el tema del cuadro, que introduce un nuevo género en la obra de Velázquez: la pintura de historia. Porque efectivamente el cuadro es el testimonio de un suceso histórico real, que aconteció en el contexto general de la Guerra de los Treinta años, que asoló Europa entre 1618 y 1648 y en la que tuvo una participación activa la Corona española. En concreto reproduce el cuadro uno de las pocas batallas que lograron ganar los españoles, la que supuso la rendición de la ciudad holandesa de Breda. Y de ahí el gesto educado y ceremonioso del gobernador de la ciudad, el holandés Justino de Nassau, que entrega las llaves de Breda al general español Ambrosio Spínola.

Pero ya hemos dicho que el valor fundamental de la obra estaba en la solución de la sensación de profundidad o perspectiva que es capaz de producir en el espectador. Velázquez en esta obra y a través de distintos recursos es capaz de recrear varios planos de profundidad: Hay un primer plano marcado por la posición a cada lado de la obra de dos figuras que parece que estén a punto de salirse del cuadro, las dos de espaldas y situadas en ángulo, en línea hacia el interior del lienzo, en una postura un poco forzada que denominamos escorzo. Ambas establecen lo que llamaríamos un primerísimo plano.

Detrás y en el centro del cuadro y de la composición aparecen los dos protagonistas de la escena, Nassau y Spínola, que de esta forma configuran el segundo plano de perspectiva. Los dos están tratados con detallismo y minuciosidad, como si la pincelada de Velázquez fuera en esta zona del cuadro mucho más precisa y nítida de lo habitual en su técnica de mancha, que ya hemos comentado antes.

Pero para que quede claro que ambos personajes están delante del resto de los solados que completan el cuadro, los holandeses a la izquierda y los españoles a la derecha, a partir de esa zona cambia la técnica de su pintura y observamos que a todos ellos los pinta de una forma mucho más difusa y menos detallada, acentuando la técnica de mancha ya citada. La sensación que nos da es que efectivamente se van alejando de nuestra vista y por eso los vemos con menor concreción. Ha elaborado así un tercer plano de perspectiva

Pero no contento con todos estos recursos y con haber completado ya tres planos de profundidad, Velázquez añade una frontera entre el grupo de los soldados y la escena que hemos comentado y el campo de batalla que se halla al fondo, en el que la ciudad se ve envuelta en los humos del bombardeo. Para ello pinta una barrera visual formada por las lanzas de los soldados españoles, que tienen tal protagonismo en la obra que hasta le han otorgado el título popular al cuadro. Detrás de las lanzas se aprecia el paisaje del fondo, el mencionado campo de batalla, mucho más difuminado, borroso casi diríamos, y envuelto en un doble tono blanco y azul, el color del aire cuando se acumula en el horizonte, lo cual reproduce así perfectamente la lejanía en la que se pierde nuestra mirada al contemplar el fondo del cuadro.

Nadie había llegado tan lejos ni con tantos recursos y soluciones en la representación de la perspectiva en la pintura. Por ello el cuadro es técnicamente perfecto, a lo que habría que añadir su maestría en la representación de las texturas de los diferentes objetos, la reproducción de los detalles, la armonía de los colores, y sobre todo el toque humano que le otorga a todos sus retratos y que queda claro en este caso en la actitud serena y conciliadora que asumen los dos protagonistas.

Por último, una vista detallada de la obra en este enlace:
http://arte.observatorio.info/2007/10/la-rendicion-de-breda-o-las-lanzas-velazquez-1635

domingo, 24 de abril de 2011

Rembrandt, Los síndicos del gremio de pañeros, 1662

Otra de las obras maestras de Rembrandt realizada en 1662 para la Corporación de Fabricantes de Paños, en la que aparecen representados cinco de los síndicos y un empleado de la Corporación. Los síndicos eran los encargados de mantener la calidad de las telas teñidas y fabricadas por el gremio. Especialista en retratos colectivos, Rembrandt recurre a una perspectiva de abajo arriba y coloca en primer plano la mesa cubierta con un rico tapete de color rojo con bordados. Tras ella vemos a los síndicos, presididos por Willen van Doeyemburg, la figura que aparece en el centro, delante del libro de contabilidad. Alrededor del presidente se colocan los demás síndicos, que eran elegidos por un año con posibilidad de reelección. Al fondo, de pie, se ve al empleado de la Corporación, sin sombrero, que desarrolló una nueva técnica de teñido de paños. El artista centra toda su atención en los retratos, dándonos la personalidad de cada uno de ellos, resultando una muestra de las clases sociales y religiosas de la ciudad de Amsterdam: católicos, menonitas, reformistas, etc. Rembrandt utiliza su característica luz que provoca contrastes entre zonas de luz y de sombra, aumenta los contrastes por el colorido oscuro de los trajes y el blanco de los cuellos. Al fondo representa la moldura decorativa de la sala de reuniones en la que se intuye un relieve, a la derecha. Curiosamente no recurre al fondo neutro de los primeros momentos. La pincelada utilizada por el pintor es bastante suelta, la "manera áspera" que se denominaba en la época, a base de manchas de color y de luz como lo hacía Tiziano. Resulta sorprendente en la obra de Rembrandt, pero para desarrollar este trabajo realizó tres dibujos preliminares. Además, a través de los rayos X se han podido observar los cambios que realizó el pintor a lo largo del tiempo que tardó en realizar la escena, algo que demuestra el interés que se tomó por presentar una obra que gustara a los clientes.

Rembrandt, Autorretrato a la edad de 50 años, 1657


Rembrandt será un gran amante de los autorretratos igual que Tiziano. Se retratará en variadas situaciones y contextos, recogiendo en la mayor parte de los casos su estado de ánimo. En esta ocasión observamos al maestro como si acabara de abandonar el trabajo, con un aspecto desaliñado y tal como era a sus 46 años, con algunas arrugas, una incipiente papada pero lleno de vitalidad y energía como atestiguan sus ojos y su expresión, con las manos sobre el cinturón de ese abrigo marrón que parece cubrir sus ropas de trabajo. La pincelada empleada es suelta, diferente a los retratos de la primera época como el de Dirck Pesser, pero quizá muestren ahora una mayor fuerza, más personalidad. Empleando su luz dorada característica resalta el rostro en su zona derecha, dejando el resto en semipenumbra. El colorido mediante tonos marrones sirve para acentuar esos juegos de luz inspirados en Caravaggio

Rembrandt, Aristóteles contemplando el busto de Homero, 1653

En 1653 Rembrandt recibe un encargo procedente de Sicilia. Un rico coleccionista llamado Antonio Ruffo había pensado en decorar su biblioteca con una serie de retratos de hombres famosos, poniéndose en contacto con Rembrandt para que ejecutase un filósofo para su colección. Esta noticia pone de manifiesto hasta donde había llegado la fama del maestro.Aristóteles era considerado en Holanda el filósofo por excelencia y sus enseñanzas eran obligatorias en las universidades. Rembrandt ha representado a Aristóteles en calidad de tutor de Alejandro Magno, a quien enseñaba las artes de la guerra siguiendo las obras de Homero. Por esta razón, el filósofo lleva una cadena con la efigie de Alejandro y apoya su mano en un busto del poeta que escribió la Iliada. Aristóteles viste las ropas de un erudito del siglo XVII con un mandil largo y oscuro que cubre una prenda ancha y clara así como un amplio sombrero. Esta vestimenta es apreciada claramente gracias a la luz que procede de la izquierda e ilumina los elementos que interesan al maestro. El resto queda en penumbra siguiendo las teorías tenebristas inspiradas en Caravaggio. Rembrandt recibió por el trabajo 500 florasen y ocho años más tarde Rufo le encargará un Homero.

Rembrandt, La Ronda de noche, 1642


El título correcto de esta obra es "La compañía militar del capitán Frans Banning Cocq y el teniente Willem van Ruytemburch ". El título popular se debe a un error de interpretación del siglo XIX, debido a la suciedad del cuadro; una restauración en 1947 demostró que se trataba de una escena diurna.

Se trata de un retrato corporativo, típico de la tradición pictórica holandesa, encargo de la Corporación de Arcabuceros de Amsterdam para decorar el Cuartel General de la Guardia Cívica de dicha ciudad. De ahí sus grandes dimensiones. Con motivo de un traslado, en 1719, sufrió un recorte por sus cuatro lados.

El pintor representa el momento en que una compañía de vigilancia (doelen ) se pone en marcha y empieza a patrullar.

Tras la salida de la nobleza española y la pacificación de las Provincias Unidas, ponían orden en las calles, cerrando puertas y velando por la tranquilidad ciudadana.se pone en marcha, dirigida por el capitán Cocq y el teniente Van Ruytenburch. Aparecen 16 soldados, llevando banderas, mosquetes, alabardas, tambores. Vemos también otros personajes: tres niños corriendo y un perro que ladra, añadidos por el pintor para animar la escena.

El retrato corporativo, del que ya hemos visto ejemplos, era una modalidad frecuente en Holanda, encargado por asociaciones y compañías militares y casi siempre de gran formato. El espíritu democrático de los holandeses y su creencia en el valor de cada persona los hizo muy diferentes de los retratos cortesanos: carecían de majestuosidad, los personajes se relacionan en ellos con libertad .

La composición es muy compleja, aparentemente desordenada. Presenta al grupo de forma espontánea y libre, captado en un instante, como si se tratase de una fotografía. Hay enorme animación y ruido, cada uno hace cosas distintas, en las más variadas actitudes y posturas, con movimiento vivo. El centro de la composición lo forman el capitán y el teniente, organizándose el resto en grupos triangulares , con un movimiento curvo. Unas figuras son muy visibles, pero otras desaparecen en la penumbra y sólo vemos sus cabezas. Los personajes están colocados en cuatro planos de profundidad; existen multitud de líneas, con predominio de las diagonales y el zig- zag para dar dinamismo.

La luz es la auténtica protagonista, la utiliza para componer el cuadro. La técnica es tenebrista, por influencia de Caravaggio. El pintor está preocupado por el claroscuro. Crea zonas de penumbra dorada frente a otras fuertemente iluminadas, que ciegan y deslumbran (como la niña que corre, con un gallo colgado en el cinturón). La luz emana del interior de las figuras, irreal, creando una atmósfera mágica y misteriosa.

Por su parte, el color es muy rico, lleno de contrastes y matices. Destacan el brillante amarillo del traje del teniente, con un fajín rojo anaranjado, frente al negro del traje del capitán en el centro del cuadro. Predominan los tonos cálidos, dorados. El color ha sido aplicado con pinceladas anchas, espontáneas y pastosas.

Rembrandt pinta sin apoyo del dibujo que pierde importancia frente al color. Los contornos están diluídos. El cuadro está constituído por la luz y el color. Como Velázquez, Rembrandt desarrollará una técnica espontánea, de fuertes empastes, llena de viveza y fuerza expresiva, de colores intensos, de fuertes claroscuros, y de un naturalismo lleno de nitidez y movimiento. Él mismo llegaría a decir que con su pintura sólo pretendía conseguir, el mejor y más natural movimiento.

En esta obra observamos todas las características típicas del Barroco: composiciones llenas de movimiento y dinamismo, con predominio de líneas diagonales y curvas; colorido rico y variado, con un color que unifica el cuadro (el dorado); contrastes de luces y sombras; desvalorización de la línea; realismo y gusto por el detalle; falta de claridad y confusión (lo más iluminado es lo que menos percibimos, como la enigmática niña), etc.

Por último, el pintor convierte un acontecimiento normal de la vida holandesa en un hecho grandioso. Mezcla el retrato colectivo con el cuadro de historia y realiza una auténtica revolución, tanto por la disposición novedosa y atrevida de los retratados como por su técnica fabulosa. Rompe con las convenciones del retrato de grupo. Rembrandt ordena a los retratados no por su jerarquía sino por razones plásticas, supeditando sus intereses particulares a la unidad de acción. La mayoría de los retratados se quejaron porque todos no aparecían claramente ni mostraban con precisión el rango que poseían. El pintor demuestra su libertad de espíritu y su modernidad.


En toda su obra Rembrandt realiza una reflexión sobre la condición humana; está preocupado por captar el universo interior del hombre, lo invisible. Para él tienen más importancia la veracidad y la sinceridad que la belleza clásica. "Capaz de representar no lo que existe, sino la existencia" (G. Simmel), de ahí su modernidad.
El pintor de la luz dorada ha ejercido una notable influencia en los pintores que han dado primacía al color, como Goya, Delacroix y los impresionistas.

Rembrandt, La lección de anatomía del profesor Tulp, 1632



El cuadro que contemplamos constituyó una obra de especial importancia para su autor porque resultó un éxito rotundo, lo que le consagró como el pintor más importante del momento. Se trata de un encargo hecho al artista por el gremio de cirujanos de la ciudad de Amsterdam para homenajear al primer anatomista de la ciudad Nicolaes Tulp, tomando como temática la de una famosa lección que impartiera este cirujano sobre el cadáver de un ajusticiado.

Se trata en primer lugar de un retrato de grupo o retrato colectivo, muy frecuente en los Países Bajos, y de los que Rembrandt realizó varios. En este caso dispone a los retratados, ninguno de los cuales era cirujano, en una estructura piramidal, pero agrupados estrechamente en torno al maestro cirujano, consiguiendo de esta forma un gran efecto de unidad entre todos ellos.

Por lo demás la obra de Rembrandt destaca por una serie de características, algunas de las cuales coinciden con las mismas que hemos visto en Caravaggio, no sólo porque se trata de una pintura del mismo estilo barroco, sino porque la influencia de Caravaggio alcanzó a todos los grandes pintores de este periodo.

Un primer aspecto a destacar es la nitidez y la claridad, el realismo en suma, que consigue Rembrandt en la reproducción de todos los detalles, incluso de los más pequeños. En este sentido es de destacar, por su morbosidad, la precisión en la imagen de la mano diseccionada en la que se centra la lección del doctor.

En segundo lugar, también aquí la luz es protagonista. Y de nuevo una luz tenebrista, que crea contrastes violentos de luz y sombra. En este caso, parece que los rostros de los protagonistas se iluminen en medio de la penumbra del fondo y del negro de sus propias vestimentas, lo que acentúa sin duda la expresividad de todos los rostros.

Este es otro de los elementos en los que Rembrandt mejor muestra su magisterio: la expresividad que inculcaba a sus rostros. En esta ocasión podemos observar cómo cada uno de ellos no sólo respeta la fisonomía peculiar de cada uno, sino que además cada cual mantiene una expresión y una posición distintas. Todos mostrando su curiosidad y una actitud reflexiva y atenta, transmitiendo en conjunto una atmósfera de serenidad, calma y orden.

No falta tampoco en esta obra una línea diagonal que fija nuestra atención en la escena, como hemos visto también en otras obras de esta misma Sala. En esta ocasión dirigida desde las miradas de los tres espectadores que atienden los manejos del doctor Tulp hasta las tijeras que manipulan sus manos, que como dos luminarias parecen flotar en medio de la oscuridad que las envuelve, lo que determina que nuestra mirada se fije en este punto del cuadro irremediablemente. Su contraste con la luminosidad del cadáver acentúan aún más su expresividad.

El cuadro, magnífico, es para muchos un símbolo de la medicina como ciencia.

sábado, 23 de abril de 2011

Rubens, Las Tres Gracias, 1635


(Esta obra está comentada en las fotocopias).

Su amor al desnudo y su notable cultura clásica le convierten en el gran intérprete barroco de la fábula pagana. Su gran empresa de este tipo es la numerosa serie que pinta por encargo de Felipe IV. Es un ejemplo de la riqueza cromática de la pintura flamenca con suaves tonalidades y matizaciones. Descripción del tema: las tres divinidades griegas se llaman Eufrosina, Aglaia y Thalía y eran hijas de Júpiter. Las Gracias eran las protectoras de los filósofos, mientras que las Musas lo eran de los poetas. Desde época helenística se las representa desnudas y enlazadas, y así las representa Rubens. La de la izquierda es Helena Fourment, la esposa del pintor, rubia y enjoyada; a la derecha su primera mujer Isabel, idealizada. Las tres son del tipo de mujer flamenca, adiposa más que robusta, de formas amplias y sensuales, muy típicas del pintor. La obra presenta un gran naturalismo, un magnífico estudio del desnudo y una gran perfección anatómica. De igual manera es muy meritorio el estudio paisajístico. En la Antigüedad se las representaba vestidas y como compañeras de Afrodita.

Rubens, El triunfo de la Iglesia sobre la Furia, la Discordia y el Odio, 1628

Destinados al convento de las Descalzas Reales de Madrid, Rubens pintó una serie de cartones para tapiz con el tema del Triunfo de la Iglesia sobre sus enemigos encargados por la gobernadora de los Países Bajos, la archiduquesa Isabel Clara Eugenia. Concretamente en esta escena, la Iglesia -representada por una mujer sobre un carro triunfal portando la Eucaristía- arrastra a la Ceguera y la Ignorancia, pisando con las ruedas de su carro al Odio, la Discordia y la Maldad. Un ángel subido en un caballo lleva las llaves y el pabellón papal.La composición, como todas las de la serie, está llena de movimiento y de diagonales y escorzos, siguiendo el característico estilo del artista. Las figuras se sitúan en primer plano para implicar al espectador. El dinamismo de la escena se acentúa con el colorido y el claroscuro empleado. Para desarrollar aun más el concepto de barroquismo que marca toda la obra de Rubens, ha recurrido a colocar dos columnas barrocas en los extremos y dos arquitrabes en la zona superior e inferior. A esta arquitectura ha adosado la escena como sí de un tapiz se tratara, aludiendo al cuadro dentro del cuadro tan habitual en esta época. Fuera del supuesto tapiz se observa la bola del mundo, aprisionada por la serpiente que simboliza el mal. El simbolismo de la composición alcanza a los colores: azul, carmín y blanco para las virtudes y oscuros para los vicios. El Triunfo de la Eucaristía sobre la Herejía y el Triunfo de la Eucaristía sobre la Idolatría también forman parte de la serie.

Rubens, Enrique IV de Francia recibiendo de Júpiter y Juno el retrato de María de Medicis, 1621,-24


Este lienzo formaba parte de la serie encargada a Rubens por la reina madre de Francia, María de Medicis, para decorar el salón principal del Palacio del Luxemburgo en París. Con esa serie se pretendía exaltar y glorificar la vida y la regencia de la soberana.El matrimonio de Enrique IV de Francia y María de Medicis formaba parte de los habituales enlaces de Estado, en los que los contrayentes no se conocían. María era hija del gran duque de Toscana y tenía 25 años mientras que Enrique, divorciado sin hijos de Margarita de Valois, esperaba una unión fecunda y más lucrativa que la anterior. Sería la riqueza de la dote y no la belleza de la joven lo que animó al monarca francés a contraer matrimonio.Esta escena es la cuarta del ciclo y en ella Rubens imagina un primer encuentro entre los futuros esposos a través del arte. Enrique IV recibe el retrato de su prometida de manos de Himeneo -dios del matrimonio, en la izquierda- y Cupido -dios del amor, en la derecha-. Galia, la personificación de Francia, ataviada con un casco emplumado y un vestido adornado con flores de lis, aconseja adecuadamente al monarca mientras que en la zona superior de la composición se halla la pareja olímpica, Júpiter y Juno, acompañados cada uno por sus símbolos: el águila con los rayos del dios y el carro y los pavos reales de la diosa. La presencia de los dioses es una referencia a los "alter ego" divinos de Enrique y María, simbolizando la armonía conyugal.Las figuras se ubican ante un fondo de paisaje en el que observamos una columna de humo como referencia a la reciente guerra de Saboya, hecho por el que el monarca aparece con armadura y portando el cetro y la banda de general. Con su casco y escudo juegan dos amorcillos a sus pies. El objetivo del matrimonio será convertir a un monarca belicoso en un rey amante de la paz, lo que provocará la prosperidad y el desarrollo de las artes en el reino, en la línea que se aprecia en las escenas de la Regencia. La política defendida por la propia María estaría vinculada con esta filosofía que defendía la paz y potenciaba la diplomacia por vía matrimonial. No en balde, este ciclo estuvo finalizado con motivo del enlace de la princesa Enriqueta María con el futuro Carlos I de Inglaterra. La Educación de María de Medicis y el Triunfo de María de Medicis en Juliers también forman parte de la serie.

Rubens, Autorretrato con Isabel Brant, 1609

En 1609 Rubens contrae matrimonio en Amberes con Isabella Brandt, miembro de una familia pudiente y cultivada, que contaba con 18 años. El artista franqueaba la treintena pero la edad no supuso una barrera para el amor entre ambos cónyuges. La pareja tendrá tres hijos: Clara Serena, que murió siendo niña, Alberto y Nicolás. Isabella y Peter Paul aparecen al aire libre, junto a una madreselva que simboliza el amor, enlazando sus manos en señal de armonía y concordia. La felicidad de ambos se manifiesta a través de sus rostros mientras que por la riqueza de sus ropajes podemos advertir su elevada posición social -el pintor apoya su mano izquierda en la empuñadura de la espada como un caballero-. Ambas figuras ocupan la mayor parte del espacio pictórico al colocarse en primer plano, recibiendo una luz dorada que resbala por las ricas telas. La ejecución es detallada y cuidadosa, captando el maestro las calidades con precisión y exhibiendo buenas dotes como dibujante. El colorido empleado es intenso, ligeramente apagado por la hora del atardecer aunque de gran brillantez. El realismo de los personajes, la minuciosidad del estilo y el colorido hacen de Rubens uno de los legítimos herederos de la tradición flamenca.

Rubens, Retrato del Duque de Lerma, 1603

En 1603 Rubens llega a Valladolid, ciudad en la que la Corte española se había instalado temporalmente, como enviado del duque de Mantua. En este momento realiza uno de los mejores retratos que guarda el Museo del Prado, el del hombre más poderoso de España durante el reinado de Felipe III: el duque de Lerma. Don Francisco de Sandoval y Rojas monta un brioso caballo blanco; su mano derecha empuña el bastón de general y viste una armadura en la que destaca el collar de la Orden de Santiago. Está de frente, apartándose del tradicional retrato ecuestre que había establecido Tiziano en el de Carlos V en Mühlberg, donde las figuras eran representadas de perfil. La situación frontal marca el escorzo de caballo y caballero, permitiendo ver al fondo una escena de batalla ya que sitúa el horizonte muy bajo. Aun siendo uno de los primeros retratos del maestro se pone ya de manifiesto su capacidad para penetrar en la personalidad de los modelos, mostrándonos el alma del personaje. Concretamente aquí nos exhibe la altanería y el orgullo del valido, dando la impresión de arrollar al espectador al ser visto desde un ángulo bajo aprendido del Manierismo, por lo que se especula sobre un contacto entre Rubens y El Greco. Rubens inaugura un nuevo concepto de retrato que seguirán Van Dyck y Velázquez.Respecto al estilo, se observa el dibujismo característico de sus primeros años, con un detallismo maravilloso en la armadura o en los engarces del caballo. Con esta obra el maestro se da a conocer en España, donde sus pinturas gozarán de gran estima; de hecho, en estos primeros momentos el propio duque de Lerma intentó retener al artista en Valladolid, pero el pintor prefirió continuar su estancia en Mantua ya que Italia le podía enseñar muchas más cosas. Existe un excelente dibujo preparatorio de este retrato en el que se definen las líneas básicas de la composición.

lunes, 11 de abril de 2011

Caravaggio, La Virgen de Loreto, 1604

Caravaggio, La Virgen de los Palafreneros, 1605

Caravaggio, La muerte de la Virgen, 1601,-06


Esta obra está comentada en las fotocopias.

Caravaggio, La Vocación de San Mateo, 1599- 1600






Esta obra está comentada en las fotocopias.

Caravaggio, La Conversión de San Pablo (o La caída de San Pablo camino de Damasco), 1600



También llamado La caída de San Pablo camino de Damasco, este cuadro se encuentra en la iglesia romana de Santa María del Popolo. Aquí, de nuevo, Caravaggio vuelve a representar otro tema religioso en el que trata el tema con audacia, que en este caso queda reducido al retrato de un hombre caído en el suelo con los brazos abiertos y, más que nada, el retrato de un magnífico caballo que ocupa un lugar destacado en la composición. Es de destacar las soluciones de perspectiva (escorzos) el compacto juego de los volúmenes y los efectos de luz y sombra (tenebrismo) Caravaggio emplea el mismo lenguaje aparentemente vulgar de la Crucifixión de San Pedro para dar cuenta de uno de los más poéticos milagros que nos cuenta el propio San Pablo. El joven aún llamado Saulo era un soldado arrogante perseguidor de los cristianos. Un mediodía, de camino a otra ciudad, fue derribado del caballo por una poderosa luz, al tiempo que la voz de Dios le preguntaba "Saulo, ¿por qué me persigues?". Saulo quedó ciego varios días y milagrosamente recuperó la vista con los cuidados de la comunidad cristiana. Se convirtió y adoptó el nombre de Pablo. Caravaggio nos cuenta esta historia de una manera completamente diferente, bajo la apariencia de lo trivial hasta el punto de ser tremendamente criticado: en primer lugar, la escena parece tener lugar en un establo, dadas las asfixiantes dimensiones del marco. El caballo es un percherón robusto y zafio, inadecuado para el joven soldado que se supone era Saulo. Y para rematar las paradojas, el ambiente es nocturno y no el del mediodía descrito en los escritos de San Pablo. Estos recursos, que vulgarizan la apariencia de la escena, son empleados con frecuencia por Caravaggio para revelar la presencia divina en lo cotidiano, e incluso en lo banal. Existen detalles que nos indican la trascendencia divina de lo que contemplamos, pese a los elementos groseros. Estos signos de divinidad son varios: el más sutil es el vacío creado en el centro de la composición, una ausencia que da a entender otro tipo de presencia, que sería la que ha derribado al joven. Por otro lado tenemos la luz irreal y masiva que ilumina de lleno a Saulo, pero no al criado. La mole inmensa del caballo parece venirse encima del caído, que implora con los brazos abiertos. Los ojos del muchacho están cerrados, pero su rostro no expresa temor sino que parece estar absorto en el éxtasis. Siguiendo estas claves, Caravaggio nos desvela magistralmente la presencia de la divinidad en una escena que podría ser completamente cotidiana. Siendo, como es, pareja del cuadro con la Crucifixión de San Pedro, las dimensiones elegidas son iguales para ambos, así como el tono de la composición, con idénticos sentido claustrofóbico y gama de colores.

Caravaggio, La cena de Emaús, 1601


Las obras de Caravaggio inauguran una nueva forma de ver y entender la pintura. Revolucionario y heterodoxo, sus cuadros son de una profundidad insuperable, pese a que en apariencia estén llenas de tipos populares, que tan bien conocía por su gusto por el mundo del hampa, trascienden hasta convertirse en figuras sagradas, envueltas en una luz mágica que, a la vez que compone y da sentido a las escenas, es capaz de materializar cualquier clase de superficie y materia.
Comentar con las características generales (línea abierta, juegos de luces y sombras, escorzos...)

Caravaggio, La Buenaventura, 1595

Caravaggio, Baco, 1593,-4



Baco joven (1595) Se trata posiblemente de un autorretrato. Es de su primera época. El naturalismo de esta obra, con una concepción plenamente popular, es una reacción contra el exclusivismo aristocrático y la seriedad de la pintura de la Italia del momento, condicionada por las normas impuestas desde el Concilio de Trento. Desarrolla un tema(la ebriedad de Baco) entonces despreciado por los académicos, pero de gran interés para el mundo privado y popular. Dispone de una media figura según un esquema tratado con cierto descuido en la posición, y sin duda influido por Miguel Ángel (posición lateral, brazo doblado) acompañado por unas frutas, en este caso las propias de la divinidad. Es una muestra de ese “amor a la verdad” que daba gran importancia a todas las cosas, ya fueran figuras o flores, representadas en un cuadro. Se centra esencialmente en el hombre y lo que le rodea tratándolo todo de forma real y natural. El paisaje desaparece y pasa a primer plano la naturaleza muerta.

domingo, 10 de abril de 2011

Otras obras de Bernini



Rapto de Proserpina


Fuente de la Barcaza


Fuente de los Cuatro Ríos


Fuente del Tritón

Busto de Luis XIV



Scala Regia y Constantino


Beata Albertoni


Y como resumen, un breve video:

sábado, 9 de abril de 2011

Bernini, Cátedra de San Pedro, 1657, -66


Situada en el ábside de la Basílica de San Pedro del Vaticano, esta obra escenográfica muestra una de las principales caraterísticas del Barroco, como es mezclar distintos elementos y materiales `para buscar la máxima expresividad. En este caso, tenemos bronce, dorado a diferentes niveles, madera, cristal y la luz misma que entra por la ventana fundiéndose con los rayos dorados metálicos.
La estructura es muy simbólica (otra importante característica barroca), pues se trata de una silla (la de San Pedro) sostenida por cuatro patriarcas de la Iglesia (la tradición), de forma que no toca el suelo, está por encima de lo material, y se sitúa a medio camino entre lo humano y lo divino, representado por la ventana, la luz y los ángeles, en un gran rompimiento de gloria.

Bernini, El Éxtasis de santa Teresa, Capilla Cornaro, de la iglesia de Santa María de la Victoria (Roma), 1645,-52



En el Barroco empiezan a florecer los libros de santos místicos y ascetas que cuentan su experiencia religiosa con todo lujo de detalles.

Una de estas místicas es Santa Teresa de Jesús, cuyo éxtasis intenta hacer real y concreto Bernini en esta escultura, encargada por el patriarca de Venecia, el cardenal Federico Cornaro, quien quiso construir su capilla fúnebre en la pequeña iglesia de los carmelitas, Santa Maria della Vittoria, y que encontramos representado en la capilla junto a otros miembros de la familia.

El tema, aparte del religioso es la feminidad transformada por el principio masculino, o el amor como transformador, comparando la experiencia mística con la experiencia amorosa, como hacía Santa Teresa, que aquí es traspasada por la flecha de un ángel-cupido, simbolizando la iluminación divina.

Bernini se encuentra en su madurez como escultor.Con este trabajo, creó los primeros retratos escultóricos de grupo del barroco haciendo una composición compleja en la que las dos figuras están colocadas en el espacio con una delicada dislocación: resulta casi imposible de describir el gesto del ángel, captado mientras extrae el dardo del cuerpo femenino, que queda suspendido un instante antes de caer de espaldas. El artificio cobra vida ante nuestros ojos. El centro de gravedad de la compleja escultura se desplaza: la santa se halla ligeramente reclinada hacia atrás (con el simbólico pie que sale hacia fuera), y el pequeño sátiro gira hacia la parte anterior del escenario. El "fuego", por supuesto, está en aquel dardo llameante con que el éxtasis nos aparta de lo cotidiano.

Situados ante este grupo escultórico, si miramos hacia arriba podemos ver la gloria divina; parece como si el cielo penetrara en la iglesia, ya que Bernini hizo construir unas nubes de estuco que cubren parte de la arquitectura y ornamentación de la bóveda, y sobre este estuco realista aparece el Señor de los Angeles, el portador de la llama divina: el querubín que atraviesa el corazón de santa Teresa parece, pues, haber descendido del grupo pictórico.

El grupo está realizado en mármol blanco (aunque el conjunto esté formado por una veintena de mármoles distintos, entre jaspes y mármoles brecha, alabastros y lapislázulis, mármol rojo de Francia y mármol negro de Bélgica). El querubín parece materializarse sobre el sol radiante, que los efectos de luz natural y los rayos dorados escenifican. Santa Teresa está literalmente arrebatada ("Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero"); víctima frecuente de la levitación mística, aparece sobre una nube de algodón hecha, sin embargo, con mármol. Se inclina hacia atrás al mismo tiempo que parece encorvarse hacia adelante y levitar por la acción de una fuerza sobrenatural. Bajo unos párpados pesados, se revelan unos ojos cegados por la visión mística; los labios entreabiertos, emiten el gemido que ella misma nos cuenta en su vida. Parece, pues, que la acción ya ha sido consumada, que el ángel ha atravesado el corazón con la saeta, y Bernini, con una gran carga sensual, nos muestra el estado de transverberación en el que permanece la santa.

Los ropajes (una masa en forma de cascada que juega con los volúmenes y refleja la agitación del alma) reflejan el movimiento emocional que la experiencia mística ha provocado en la santa. Su mano izquierda cuelga insensible, mientras que sus pies siguen suspendidos en el aire. El cuerpo asexuado del ángel, medio desnudo, está cubierto con una vestimenta que se pega a su cuerpo con formas que, recordando la técnica clásica de los "paños mojados", permiten adivinar su anatomía sin necesidad del desnudo. La dirección de sus ondulaciones destacan la diagonal descendente con la que Bernini señala la entrada de la fuerza divina.

Por último, es interesante establecer los contrastes entre el ángel y la santa. Así, el ángel se nos muestra en posición vertical respecto a la diagonal de la santa; con su mano, levanta su hábito para clavar la saeta que procede de la diagonal opuesta. La diagonal marcada por la saeta, que parece desplazar la vestimenta del ángel para dejar paso al flujo divino, contrasta con la diagonal dibujada por la cara y el cuerpo de la santa. La primera es descendente y representa el espíritu hecho carne; la segunda es ascendente, la carne hecha espíritu, a pesar de que el peso de los ropajes de la santa parecen retener su cuerpo. La santa parece pegada a la tierra, arrastrada por su manto, mientras que el ángel se eleva como un espíritu para infligirle el dulce tormento del fuego divino.


Bernini, Retrato del Duque Francisco I d'Este, 1650,-51

Bernini, Tumba del papa Urbano VIII, San Pedro del Vaticano, 1627,-47

Aunque Bernini contaba con la consideración de los principales personajes de su generación, su excepcional fortuna empezó en 1623 cuando su gran admirador Maffeo Barberini (presente en la realización del David) ascendió al papado con el nombre de Urbano VIII.
El sepulcro presenta un composición piramidal. Arriba, la estatua del papa sentado, en actitud bendicente; abajo la urna en forma de relicario que debía contener el cuerpo, y a cada lado, de pie, las figuras de las Virtudes, Justicia y Caridad. .Estas referencias hacen a alusión a las virtudes del difunto.
La figura del Papa, de bronce, aparece majestuosa. El manto cae sobre su cuerpo formando ritmos ondulantes. El sepulcro en mármol negro, y las Virtudes, en mármol blanco señalan las características barrocas de combinación de materiales.Sin embargo la escena conserva todavía
cierta mesura, pues los rostros son tranquilos, como transmitiendo resignación y esperanza cristalina.

Bernini, San Longinos, 1629,-38

Situado en la iglesia del Vaticano, en uno de los cuatro machones gigantes que soportan la cúpula, se comenta con las características generales (línea abierta, diagonal, expresividad extrema, dinamismo, etc).